Vivir sin wi-fi

Domingo por la noche en Ciudad de México, pies hinchados, pelo despeinado, cansancio. Busco una conexión de datos que me permita comunicarme con vosotros, contaros algunas de las miles de cosas que pasan por aquí, atropelladas como la vida misma.

Pero en los últimos días todo se alió para desconectarme del mundo. Internet es un invento estupendo al que nos hemos acostumbrado rápidamente, ha cambiado nuestras vidas y sólo te das cuenta en el momento en que te falla tu conexión de datos.

Salir de tu zona de confort es tener que abandonar tu router, entregarte al Internet de los bares, depender de conexiones poco seguras y tener que contratar un prepago (porque no tienes acceso a un móvil de contrato si no eres residente en el país) con una cobertura de datos raquítica que te deja con el culo al aire en el momento más inoportuno.

Menos mal que casi todos los alquileres de Airbnb cuentan con conexión wi-fi. Hasta que fallan, como esta noche.

A esto tenemos que unir que mi móvil no pasa por su mejor momento, algo desde su interior está poniéndole palos en las ruedas, lo noto cuando se bloquea. Al pobre sólo le falta gemir para expresar su malestar, y eso que no tiene ni siquiera un año de vida. Parece ser que voy a tener que vaciarlo de fotos y demás cosas de interés y formatearlo, porque el móvil en esta ciudad, es un artículo de primera necesidad y os voy a contar por qué.

Cuando te vienes a vivir a Ciudad de México todo el mundo, tanto autóctonos como foráneos, te advierten de que no se te ocurra coger un taxi en la calle. Bueno, en realidad la gente de aquí sí lo hace, pero hay mil premisas a tener en cuenta que los que somos de fuera no controlamos ni remotamente. Los riesgos que corres son el secuestro, el robo y otras mil escenas que podéis imaginar y que no me da la gana de representar aquí. Pero hay una alternativa segura, barata y rápida: Uber. Sí amigos, esa empresa que se prohibió en España por temor a que alguien hiciera competencia al negociazo de los taxis.

Uber es lo mejor para moverse en Ciudad de México, porque sus vehículos están geoposicionados y sus chóferes súper fichados. Eso no quita que pasen cosas, como ocurrió unos días antes de que yo llegara, pero sí te asegura que cogerán al culpable. Lo malo en mi situación es que para moverte en Uber necesitas una conexión a Internet y un móvil que no se muera a cada minuto. Si no tienes esas dos cosas, tu libertad de movimientos está francamente limitada, especialmente de noche.

Hace dos semanas que estoy fuera de casa y echo de menos muchísimas cosas, muchísimas personas y un animalito: mi gata Calcetines. Por eso parece frívolo hablar de que te falta Internet, pero os reto a vivir en una ciudad gigantesca como esta sin poder llamar un Uber cuando lo necesitas.

Os prometo que pronto tendré mis fotos a mano, una buena conexión y podré relataros algo más de esta gran aventura que estoy viviendo. Mientras tanto millones de besos.

Migraciones

Vale, ya sé que mi post anterior fue un poco caótico. Me costó elegir qué contaros, porque cuando estás en pleno cambio es difícil tomar perspectiva para ver las cosas con claridad. En cierto modo quise volcar allí todo el cúmulo de sensaciones y experiencias de quien se va a vivir a un lugar lejano que no conoce.

Lo que publico hoy lleva semanas dando vueltas en mi cabeza, porque no dejo de pensar que, esta experiencia que estoy viviendo, ya la han vivido antes millones de seres humanos en situaciones bien diferentes.

Sé que soy una privilegiada por haber tenido la oportunidad de salir de mi país para aportar lo que sé hacer en tierras lejanas. Pero a veces piensas que existe muy poco mérito en lo que haces, porque mucho te vino dado. Los europeos siempre viajamos en clase preferente, aunque compremos el billete más barato. Nuestro pasaporte, nuestra moneda y el color de nuestra piel, nos abren las puertas de aproximadamente el 80% del planeta (ojo, no me refiero a los visados, que son otro cantar). Prácticamente, sentimos una alfombra roja a nuestros pies cuando llegamos, que no tiene nada que ver con lo que nosotros somos sino con lo que traemos en los bolsillos.

Yo vengo aquí con un salario que me permite vivir cómodamente, un seguro de salud y la posibilidad de volver a casa cuando lo desee. Además vengo a hacer el trabajo que he elegido, a la altura de mi capacitación profesional. Aún así, la experiencia resulta dura, sobre todo al principio, porque tienes que despedirte de tus amigos y tu familia, a los que tardarás en volver a ver, cerrar tu casa y meter lo indispensable en una maleta más o menos grande.

Durante estas semanas no he podido evitar pensar en todas las personas que hacen lo mismo en situaciones muy diferentes, tan diferentes que podría decir que no hacen lo mismo que yo, porque su migración y la mía no se parecen en nada y, aún así, puedo entender el terrible dolor que se esconde detrás de la decisión de emigrar de muchas personas que no tienen otra opción, que no saben lo que se encontrarán en el país de llegada (muchas veces ni siquiera saben cuál será el país de llegada) y desconocen si algún día podrán volver. Todos sabemos que muchos de ellos ni siquiera llegan al lugar de destino.

Su billete cuesta unas diez veces lo que cuesta el mío, es mucho más largo en el tiempo y tienen que utilizar medios de transporte como autobuses, camiones, trenes, barcos patera o incluso caminar durante muchos kilómetros. Sus motivaciones son escapar de la pobreza o la guerra, no emprender una aventura fascinante y optativa como la mía.

Cuando me despedía de mi familia pensaba en lo duro que debe ser hacerlo en esas condiciones, el terrible espanto que debe suponer llegar a un lugar nuevo, sin dinero en el bolsillo para encontrar un alojamiento, sin saber cómo vas a conseguir la siguiente comida y con el desprecio de las personas del país al que llegas.

El caso extremo son los refugiados, ni que decir tiene que muchas veces, como tantos de nosotros, han venido a mi cabeza las personas que, desde Siria, llevan meses buscando la forma de sobrevivir al emparedado de violencia entre Oriente Próximo y el norte del Mediterráneo (y la vergonzosa, violenta y cruel actitud de Europa al respecto). He pensado en los niños y niñas que huyen de la guerra y el hambre, de las personas mayores, las mujeres embarazadas y tantos otros perfiles especialmente vulnerables.

Durante mi vida he podido trabajar con personas que se encontraban en pleno proceso migratorio, incluso he podido ofrecerles mi casa y un plato de comida o ir a echar una mano en el Estrecho algún verano. He conocido migrantes de diferentes perfiles profesionales, edades, géneros, etnias… refugiados, asilados, migrantes económicos o simplemente viajeros pobres de países tercermundistas con ansia de conocer nuevas culturas (sí, también los hay). Sus vidas y sus historias nos dejarían sin habla durante muchos días.

No quiero olvidarlos nunca y ojalá esta experiencia me sirva para entender mejor a qué se enfrentan y cómo podemos ayudarles. Y tampoco quiero olvidarme que, el privilegio que, por azar, se me ha regalado, debe ayudarme a sacar lo mejor de mí para seguir ayudando a que este mundo sea cada vez menos injusto y menos absurdo.

 

Primera semana: adaptación

Sé que soy una malqueda, porque muchos me habéis preguntado qué tal me va por acá y a muy pocos os he respondido. No me resulta fácil hacerlo, por varios motivos, entre los que están la falta de tiempo, la falta de foco y la sensación de que no resulta fácil explicar cómo es posible que una semana tan dura me haga sentir tan feliz de iniciar esta etapa. Parece contradictorio, por eso sé que es real.

Si mi semana fuera una palabra sería «cansancio». Este ha sido mi primer jetlag, al que se ha unido el agotamiento por las dos últimas semanas en España, con viajes para despedirme de la familia, gestiones para cerrar mi casa y mi trabajo y toda la intensidad emocional de las despedidas.

Tras 20 horas desde que cierras la puerta de tu casa en La Cabrera (Madrid), 12 de las cuales son en un avión, llegas a una casa desconocida en el culo del mundo y esa noche no puedes dormir más de tres horas. Te despiertas de madrugada, escribes tu primer post sobre el viaje y cuando al fin amanece te preparas para salir hacia el trabajo.

Me eché a la calle a eso de las 8 am. Todo era extraño. Busqué la alta torre del banco, pero desde la calle no podía verla. Me perdí y decidí preguntar a un portero apoyado con desgana contra un portal. «Por favor, ¿para llegar a la Avenida Reforma?» Los sonidos que salieron de su boca debían ser castellano, pero yo no entendí ni una palabra, aparte de que no parecía tenerlo muy claro (igual el tampoco entendió mi acento). En fin, supongo que esto mismo le puede pasar a un mexicano en Cádiz, o en Burgos.

A esa hora mi foco estaba en encontrar un lugar donde comprar un café en las grandes avenidas abarrotadas de tráfico y ruido. No tuve éxito. Me cruzaba con gente con sus cafés en vaso de papel, pero no pude averiguar dónde los compraban.

Mi trabajo no está a más de 15 minutos andando desde casa, aunque ese primer día tardé más de media hora, no sólo porque me perdiera, sino porque nunca encontraba por donde cruzar las avenidas gigantescas que se interponían entre mi destino y yo. Ya frente a la Torre Bancomer (esa que han inaugurado hace poco) me desesperé y le pregunté a una señora que regentaba un kiosco, me dijo que cruzara por un túnel subterráneo que tenía justo al lado. No os vais a creer la multitud humana que cruzaba por ese túnel, en dirección contraria a la mía y el aspecto que tenía aquel lugar: mil puestos de comida, algunas tiendas cerradas con montones de basura  en la puerta y, en el centro de todo, un altar con la Virgen de Guadalupe rodeada de flores y guirnaldas de luces. Otro día os contaré lo de los altares a la virgen por toda la ciudad. El olor era, cuanto menos, diferente, pero después de cruzar por allí al fin me encontré, a un lado, el bosque de Chapultepec y, al otro, la torre Bancomer.

Así empezó un día intenso en el que tus neuronas están a mil, intentando retener información de todos los colores, con mil presentaciones, saludos, datos y sensaciones en un cuerpo agotado. Combinas las reuniones con conversaciones por whatsapp en el baño para que la familia y los amigos sepan que estás viva y que has llegado bien.

A las 17,45h, cuando estaba intentando irme a casa, un manager nos llamó a su despacho para explicarnos su visión sobre el proyecto: «Seré breve, el origen de todo esto se remonta a 2014, cuando una soleada mañana de primavera mantuve una conversación con Pepito Pérez acerca del color de los tamarindos en flor…». Luego nos fue contando con pelos y señales todas sus impresiones al respecto. Nos soltó mucho después y yo a esas alturas sólo quería llegar a casa y dejarme morir sobre la cama. Ya en ese momento mis neuronas no podían hacer otra cosa que derrapar en mi cerebro: intentaba decir lo que pensaba y salían palabras incomprensibles que no tenían nada que ver.

Era el día de la madre, así que la ciudad estaba desierta. De hecho, en casi todos lados la gente se había marchado a casa a la hora de comer y tenían la tarde libre. Yo crucé andando calles solitarias mientras anochecía y experimenté mi primer mal del altura al cruzar un puente elevado sobre una gran avenida cuajada de vehículos. Las calles aquí en México están mucho menos iluminadas que en Europa y en mi barrio no se veía un alma. El millón de veces que te han hablado de secuestros exprés en DF comienzan a volver a tu cabeza mientras das vueltas por calles desconocidas. Viva Google Maps, eso sí, que te permite encontrar tu destino aún con altas dosis de estrés en el cuerpo.

Esa noche, aunque estaba agotada tampoco pude dormir más de 4 horas. Como colofón, me vino a ver mi amigo el pintor (gran metáfora de mi amiga Ángeles sobre la menstruación), me empezó a doler todo y a la mañana vuelves a levantarte para ir a trabajar.

El segundo día es más duro: coctel hormonal mezclado con desánimo y desorientación. «Para qué he venido yo aquí?» te preguntas mientras ver pasar la vida frenética de una ciudad de 25 millones de personas a tu alrededor. El proyecto en el que estoy podemos decir que tiene «mucho margen de mejora», como decimos los agilistas. Pero mucho, mucho. Ese día, en un momento de bajón salí del banco y me fui a dar un paseo por el Bosque de Chapultepec, que está justo enfrente de la oficina. Echaba de menos toda la rutina que en España me tenía amordazada. Me sentía perdida. Una ardilla salió a mi encuentro, nos quedamos mirando, paradas en medio de un sendero rodeado de flores, se acercó a mí dando saltos y me hizo sentir mejor. El hormigón y la nube de contaminación no suelen ayudarte a sentir como en casa, pero un animalito te puede llegar a recordar que no estás tan sola ni tan perdida.

Los siguientes días empiezas a mejorar: vas reconociendo las calles, encuentras un lugar donde comprar tu jugo verde para el camino y algo de comer, regentado por una familia amable que te trata como si te conociera de toda la vida. Empiezas a dormir y a descansar mejor. Charlas con los amigos de España y te permites tu pequeño momento «drama queen» tan terapéutico y reparador. Entiendes que, en el sinsentido de proyecto que te ha tocado, tienes un reto del que aprenderás lo que no imaginaste.

Y, de repente, como caído del cielo, llega el fin de semana. El viernes por la tarde nos fuimos con los compis de trabajo a tomar algo por el barrio de La Roma, a cenar en sitios super chulos y a echar unas risas. Necesitaba ver algo de la ciudad que no fuera el camino de casa a el banco. Entre margaritas de tamarindo y micheladas llegó mi primera «venganza de Moctezuma«. En ese momento consideré superado el primer proceso de adaptación.

El resto del finde he salido un poco, pero también he descansado, me he quedado por mi barrio y he dormido muchísimo. Mi objetivo principal aquí es estar fresca para lo que tengo que hacer de lunes a viernes, así que mañana llego con toda la artillería y las ideas claras al banco.

Después de todo lo dicho creo que puedo resumir que no ha sido una semana fácil, pero tampoco ha sido terrible. El cansancio me ha tenido bastante fuera de órbita en una ciudad con scroll infinito en google maps (si quieres mirar cuán lejos está algo, empieza a hacer zoom en el mapa hasta que dejen de salir calles y luego dale a «cómo llegar», sobre ese tiempo estimado súmale un 5% del tiempo que te va a llevar encontrar los semáforos y pasos de peatones).

De aquí me encantan muchas cosas, la que más, los zumos de frutas que venden por todas partes, las aguas de frutas para comer (la de sandía está espectacular) y la comida. Los árboles los crían con esteroides o algo parecido y las flores no racanean su presencia por las calles. Las aceras están levantadas por las raíces de los árboles y porque hace mucho que no las arreglan, ir con tacones por Ciudad de México es hacerle la competencia a Chiquito de la Calzada.

Aún me falta todo por ver, me falta música, baile y muchos sitios que recorrer. Aquí ir por la calle es andar mirando mil detalles que nunca habías visto. Ayer el bosque de Chapultepec estaba a reventar de familias y puestos callejeros. Aquí el color tiene más matices.

En fin, creo que, ahora sí, ya estoy aquí al cien por cien. Que empiece la diversión.

Samsonites y crema solar factor 50

Viajar conservando siempre una visión rigurosa y a la vez exaltada del mundo.
Alexander von Humboldt
El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos.
Marcel Proust

Vengo al teclado a escribir como el caballo agotado del camino que llega a beber a una laguna. Necesitaba llegar aquí, al momento en que puedo contaros que estoy iniciando una nueva aventura. Las últimas semanas han sido, probablemente, las más frenéticas de mi vida, pero siempre llega el momento de parar, en este caso, en las 12 horas de un vuelo transoceánico, con sus turbulencias y todo. Es el momento de sentarme, de contar y compartir.

Los que me conocéis bien sabéis que se me ilumina la mirada con los cambios y que no puedo quedarme mucho tiempo parada en el mismo sitio sin empezar a languidecer. En los últimos años esto ha supuesto dejar la profesión a la que me he dedicado durante 20 años para probar suerte en un mundo ignoto y apasionante, muy alejado de lo que hasta ahora sabía hacer.

Estos días me vuelve una y otra vez a la cabeza: “¿Cuántas vidas caben en una vida?” Es una pregunta fractal, que hace años apareció mientras ayudaba a otras personas a mejorar, algo que te hace vivir un poco sus vidas y aprender de ellas. Ahora está generada por las espirales existenciales que nos hacen pasar por el mismo punto en diferentes niveles, en diferentes momentos. Podría haberme dedicado toda la vida a lo que hacía a los 16 y ahora sería artista plástica, también podría haber seguido siendo trabajadora social, hortelana o clown. Lo que parece que nunca dejo de ser es antropóloga y tener eso claro me aporta mucha paz, porque siempre he pensado que me gustaba hacer demasiadas cosas diferentes y que no tenía una vocación clara. Pero al final todo esto son etiquetas y nosotros somos mucho más que todos los nombres que le pongamos a lo que hacemos. Lo realmente interesante es que podemos cambiar el rumbo muchas veces durante una vida, ser muchas cosas diferentes, explorar y desarrollar todo nuestro potencial, que es más amplio de lo que pensamos.

Hoy empiezo una aventura que me conecta con un punto que está, aproximadamente 12 años atrás, cuando me dedicaba a dirigir un proyecto de Cooperación al Desarrollo con países de Latinoamérica. Trabajaba desde Madrid y nunca pude viajar al terreno porque mis jefes, los dueños de la Fundación que me contrataba, preferían hacerlo ellos, aunque no estuvieran en el día a día de la gestión de los proyectos. Esto era algo absolutamente descabellado a nivel técnico: imaginad trabajar con siete organizaciones en siete países diferentes sin poder ir nunca a verles, conocerles en persona, hacer seguimiento directo. Pero además me castraba profundamente, deseaba viajar a América desde que tenía 17 años, necesitaba conocer ese mundo lejano que era mi día a día y tenía un hambre etnográfica y viajera difícil de aplacar.

Después de aquello vinieron unos años en los que la posibilidad de viajar empezó a ser muy remota, cerré la puerta a esas ganas de ver mundo porque tuve que centrar mis esfuerzos en recuperarme de una enfermedad grave y luego en cambiar mi forma de ganarme la vida. La puerta no hizo ruido al cerrarse y durante estos años se fue cubriendo de enredaderas, polvo y telarañas.

Por eso cuando me propusieron venirme a México a vivir y trabajar unos meses mi primera respuesta fue un rotundo “no”: era feliz donde estaba, haciendo lo que hacía, no tenía ningún motivo para marcharme. Pero entonces recordé que había una puerta abandonada hacía años, que conectaba con mis ganas de viajar, de vivir en otros países, en particular con América, el continente gigante al que me unen muchas cosas desde mi adolescencia. Como le dije a Alan Goerner cuando me lo propuso: “estás tentando a mi alma de antropóloga”, porque los que amamos esta profesión nos hemos imaginado muchas veces como aquellos primeros viajeros románticos del siglo XIX, con nuestra libreta a cuestas en lugares alejados, estudiando cómo viven otras personas en otros países, cambiando los sombreros con tul y los baúles por crema solar factor 50 y samsonites.

Espero ser lo suficientemente disciplinada para retomar este blog y usarlo para contaros esta aventura de etnógrafa postmoderna. La cosa promete, porque cambié el pueblo de 2.000 habitantes por una ciudad de 25 millones al otro lado del charco, contraste seguro, algo que me ayudará a tener los ojos bien abiertos. No voy a hablar aquí de mi trabajo en la transformación digital de Bancomer, porque los agile coaches somos como los cirujanos plásticos: nuestros clientes nos aman, pero quieren mantener en secreto cómo les ayudamos. Lo que haré será compartiros la experiencia humana y vital, la visión de antropóloga y, por supuesto, esas pequeñas anécdotas surrealistas que suelen ocurrirme cuando viajo y que os encanta que os cuente cuando nos vemos en persona.

Sabéis que no ha sido fácil llegar hasta aquí. En los últimos 10 días he dormido poco, abrazado mucho, charlado, llorado de emoción y tomado alguna que otra cervecita. Me he sentido querida y valorada hasta el punto de que mi corazón creyó estar soñando. Entre el post de JMBeas, la carta para el avión de mi querida Marieta, los abrazos energizantes, las despedidas de los compis y clientes, el «dime en qué puedo ayudarte» y el «me alegro tanto por ti» de tantas y tantas personas, ha existido una intensidad emocional difícil de gestionar. Una se pone muy moñas al hablar de estas cosas, pero puedo decir que llevo a mucha gente en el corazón en este viaje.

Acaba de amanecer mi primer día en Ciudad de Mexico, ya estoy aquí, ubicada y un poquito cansada, con muchas ganas. La primera pregunta trascendental es: ¿dónde ponen café con bollos? Lo demás se irá viendo y disfrutando.

La hora bruja

Debería irme a dormir, pero en esta época del año se escucha a las ranas cantar desde mi terraza. Ni un coche, las campanas de la iglesia dan las doce y no tengo sueño. Igual que el grillo incansable tengo ganas de cantar mi canción para quien quiera oirla.

He llegado hace un rato dando un paseo, desde casa de una amiga. Aún olía la lluvia que cayó esta tarde sobre el verde de la primavera que empieza a agostarse.

Me gusta vivir aquí, pisar estas calles llenas de agujeros, donde aún quedan árboles y porquerizas.

O tal vez debería decir sólo que me gusta vivir, por más simple que parezca, aunque nunca es demasiado obvio. Al menos a mí nunca me sobra este sentimiento de sorpresa y abundancia por la vida que se prodiga en cada rincón.

Debe ser la primavera, o que la semana pasada nos conmocionó la muerte de una joven vecina, lo que me ha hecho recordar que me gusta estar aquí, en este pueblo, en este cuerpo y en esta vida que me ha tocado vivir y que voy haciendo a mi medida, pactando con la realidad, que es más terca que yo a veces.

Tal vez sólo es que tenía mono de escribir, que necesitaba este rato de nocturnidad o que se me ha subido a la cabeza la Voll-Damn que me he tomado en casa de mi amiga, pero hay noches como esta en que necesito decirlo: doy gracias una y otra vez por lo que tengo.

Quizás perdí la cabeza, porque no me ha tocado la lotería, ni siquiera me he enamorado, así que me falta una justificación de esas que entendería cualquiera. Muchos podrían decir que mi vida es una pérdida de tiempo o de sentido y puede que lleven razón, pero para eso tendría que mirar todo lo malo, y no me apetece.

Se trata sólo de que hace unos años entendí que es una suerte estar aquí y, de vez en cuando, mi corazón lo recuerda.

Gracias por leerme en mis intermitencias y mis desvaríos nocturnos, porque vuestro apoyo es el origen de esta certeza. Con vosotros cerca todo merece la alegría.

Buenas buenas noches.

Lola Roca

Lola Roca es muy joven, lo ha sido siempre y lo va a seguir siendo toda la vida. La culpa la tiene su sonrisa, en la que cabe el mundo.

La conocí un día de verano en un pantano, cantando flamenco y tocando palmas. Se me sentó muy cerquita y me hizo sentir que siempre seríamos amigas. Desde entonces, no importa lo lejos que se vaya, la siento al lado y busco incansablemente el momento de visitar su sonrisa y habitar su abrazo cálido de hermana.

Ella me enseñó a dar «besos apretaos» que luego yo enseñé a mis sobrinas, el mayor hallazgo de mis cariños lejanos. Me enseñó mucho más, la lucha incansable, la alegría irredenta y rebelde de quien no se despeina ni en los vendavales. Me enseñó la sencillez de quien sólo se necesita a sí misma y la constancia creativa para mantener un blog que nunca se agota.

Lola Roca lleva los dolores en el nombre y la fortaleza en el apellido, lleva flores en el regazo para todo aquel que se acerque y verdades puras en los labios. Y sin embargo, sus manos aprendieron también a comunicarse, para lanzar puentes con los que no tienen voz. Ella podría haber sido ingeniera de caminos, pero prefirió ser colega de profesión y por eso tuve la suerte de conocerla.

Gracias Lola Roca por seguir ahí, a través de los años y los kilómetros y gracias por hablarnos de todas las Lolas Rocas que has conocido. Gracias, por último, por hablar de esta Lola Roca que me emocionó y a la que no me importaría parecerme 😉

Te quiero.

Qué bonita es…

¿Cómo escribir un blog personal si no quieres contar nada sobre ti y tu propia historia? Es curioso, aunque sólo te lean unas cuantas docenas de personas, hay muchas cosas de las que no quieres hablar. Resulta difícil evitar el exhibicionismo emocional, da miedo contar cosas no aportan nada a la vida de los demás y cuesta mucho explicar tus experiencias en un lugar en que cualquiera te puede leer.

Hoy, sin embargo, siento la necesidad de hablar de algo pequeño e insignificante, muy personal, que me ocurrió hace algunos años.

Digamos que era una época difícil, de esas en las que te toca frecuentar mucho los hospitales. Aquellos tiempos fueron intensos para mí y los que me rodeaban, una época de incomodidades y miedos que ahora queda ya muy lejana.

Uno de esos días, por primera vez en mi vida, me tocó visitar el área de Medicina Nuclear del hospital donde me trataban. Decidí ir sola, por inconsciencia y porque estaba cansada de que los que me querían tuvieran que hacer el esfuerzo constante de acompañarme a «cosas de médicos» en un proceso tan largo.

No recuerdo qué estación del año era, ni qué tal día hacía fuera. Recuerdo que entré en el hospital por pasillos que había recorrido muchas veces y que empezaba a conocer a la perfección. Luego me tocó bajar a la planta sótano, con pasillos enormes y desiertos, los recuerdo oscuros, con unos fluorescentes azulados y sin ventanas por ningún sitio. Recuerdo montones de sábanas amontonadas en el suelo junto a algunas puertas. Hoy pienso que tal vez todo aquello me lo haya inventado por el miedo que tenía, o por una reconstrucción posterior, teñida por las emociones, porque todo resulta demasiado sórdido para ser real. En cualquier caso, tiene lógica que Medicina Nuclear esté situada en un sótano, para proteger al resto del hospital de las radiaciones, probablemente tenga paredes recubiertas de titanio y cosas de esas que suenan como de ciencia ficción.

En uno de aquellos pasillos giré hacia una puerta que daba entrada a mi destino. Había mucha gente detrás de esas puertas y una pequeña ventanilla donde dejé mis volantes médicos y me indicaron que esperara.

Me giré para buscar un sitio donde sentarme y empecé a ver a mis compañeros de sala, recuerdo a personas de todas las edades, pero me impresionó la cantidad de niños en aquel sótano mal iluminado. La visión de un niño sin pelo es algo que despierta en cualquiera una avalancha de sentimientos y temores, por eso intenté hace años ser clown en un área de oncología infantil en un proyecto de voluntariado. Mi madre ya me había advertido: «hija, tú con prostitutas, yonquis y todo eso lo haces muy bien, pero de voluntaria en un hospital vas a durar dos días». No le hice caso e intenté aguantar por llevarle la contraria, como hacía siempre, pero a los dos meses tuve que aceptar que aquello no era para mí.

Y sin embargo aquel día, volvía a un escenario parecido, donde yo era una protagonista y no una clown que va a sacar una sonrisa de personas con problemas de salud. Pero bueno, yo tenía pelo, porque el cáncer fue clemente conmigo y no hizo falta, aunque no me libré de radiaciones y otras porquerías de la medicina contemporánea. Ese día iba a hacerme una prueba de contraste, poca cosa.

No sé cuánto tiempo estuve en aquella sala de espera, desde luego se me hizo eterno y me prometí que no volvería sola a Medicina Nuclear. Cuando me hicieron pasar, por fin, entré en una habitación grande llena de aparatejos venidos del futuro, la mayoría de ellos eran aparatos de radiología que me flipaban, con miles de botones que vete a saber para qué servirían.

Me llevaron delante de un aparato enorme de metal, con un gran círculo de un material diferente, también metálico. Me dijeron que tenía que quitarme la ropa de cintura para arriba y pegarme a ese círculo, lo hice. Estaba sentada en una silla y tenía que mantener el cuello y el tórax pegado al aparato, permanecer quieta en esa posición durante unos veinte minutos y que si me movía habría que repetir la prueba.

La posición era incomodísima, el respaldo de la silla me quedaba demasiado lejos y el cuello y la espalda me dolían horrores pasados cinco minutos. No podía moverme y tenía que aguantar el dolor, no había nadie más en la habitación. Eran lentejas. Para más inri, frente a mi vista había un poster horrible pegado en la pared, de esos en blanco y negro en los que aparecen niños vestidos de mayores con un aire vintage: el niño con traje y sombrero demasiado grandes le está dando una flor a una niña con un vestido años veinte con encajes y flores en el pelo. Había visto mil veces esos posters y les tenía una animadversión especial. En este caso, además, la imagen estaba coronada por una frase en tipografía horrible y letras color arcoiris (conocéis esa perversión del wordart, verdad?) que rezaban «qué bonita es la medicina nuclear».

Tuve 20 minutos para memorizar aquel poster, y otro parecido que había justo al lado. Alguien debió hacerlos ex-profeso para aquella sala, porque no creo que haya muchos catálogos de carteles que rezen «qué bonita es la medicina nuclear». Pensé que sería cuestión de frikis de su trabajo, gente a la que le apasionaba lo que hacía, aunque con un gusto estético un tanto cuestionable.

Han pasado ya muchos años desde aquello, como unos siete u ocho. Muchas cosas de mi vida han cambiado, quedó atrás aquella época tan difícil. Ahora me dedico a hacer mejores lugares de trabajo para que las personas puedan sacar todo su potencial, a veces trabajo con los equipos para que reinventen la estética de sus oficinas, como aquel que quiere darle un nuevo look a su hogar. A veces trabajamos sobre carteles que definan nuestra identidad como grupo y nuestros valores.

Llevo meses preguntándome si la importancia que le doy a estos temas no tendrá que ver con aquel cartel insignificante en uno de los entornos más sórdidos que he conocido, porque hoy entiendo sus letras color de arcoiris y la intención que había detrás. El amor y el cuidado al propio trabajo como algo que aporta luz a otras personas, sea donde sea. El cuidado del otro a través de los pequeños detalles. La manifestación de la identidad corporativa como una forma de sentir nuestra misión en la vida.

No siempre tenemos un diseñador a mano que nos ayude a hacerlo super cool, pero la intención es lo que cuenta y deberíamos ser conscientes que esa intención atraviesa la memoria y las épocas duras. Aunque estuviera escrito en comic sans, el mensaje seguiría llegando, porque no hay nada tan poderoso como un trabajador que quiere aportar su parte a la vida de los demás.

Al máximo sin pasarse

No has escuchado a nadie en toda tu vida, yo tampoco. Si lo hubiéramos hecho esa experiencia nos habría transformado irremediablemente, habría un antes y un después.

Con esta hipótesis comienza Moisés Mato su monográfico del Teatro de la Escucha en la Sala Metáforas de Madrid, al que tuve la suerte de asistir el pasado septiembre. Cuando empiezas un curso escuchando semejante afirmación subes una ceja y piensas para tus adentros «se está equivocando, yo he escuchado a algunas personas, tal vez no muchas, pero lo he hecho y sé de qué va este rollo porque he estudiado muchísimo sobre comunicación». Bueno, en realidad no sé con qué palabras pensé ese pensamiento, pero sé que subí la ceja, que mi ego se defendió y que sacó toda la artillería de mi soberbia para defenderse.

Todo el curso giró en torno a esta idea, nada más, así de sencillo. No hicimos otra cosa que abordar la escucha  desde diferentes perspectivas y ejercicios. Ya nos lo advirtió Moisés justo al principio, que sólo trataríamos una idea durante diez horas. Dicho así puede parecer el curso más cansino de la historia de la pedagogía, pero resultó todo lo contrario. Cuando quieres romper un patrón firmemente arraigado no puedes correr, tienes que dedicar todo el tiempo posible a la toma de conciencia sobre el error básico en el patrón.

Moisés me pareció un gran educador, con una visión un tanto particular y un concienzudo trabajo a sus espaldas no sólo respecto a técnicas, sino también respecto a la metodología y la teoría que sustenta su enfoque. Me quedo con el lema que nos transmitió durante todo el curso y que da título a este post. Representa la que debería ser nuestra actitud frente a la vida y a las relaciones personales para que se conviertan en significativas.

«Al máximo sin pasarse» significa explorar los límites de las relaciones, es escuchar y hablar totalmente. Puede que en algún momento nos pasemos de la raya, en ese momento corregiremos el rumbo, pero seguiremos explorando el límite. No hacerlo significa mantenernos en relaciones que no nos retan y, por tanto, no nos aportan valor. Pasarnos significa invadir el espacio en el que el otro no quiere que entremos y, por tanto, faltarle el respeto. Pero cuando la otra persona me lleva al límite, voy cogiendo confianza y ampliando mis propios límites, lo cual me ayuda a crecer.

Porque estamos explorando el límite, las relaciones humanas requieren tiempo para encontrar el equilibrio entre la tensión y la alegría. Este es el punto de encuentro entre dos personas, con nuestro trabajo y con cualquier cosa que merezca la pena ser vivida.

Una de las grandes habilidades de Moisés Mato es lanzar preguntas poderosas. La que más reveladora me resultó fue «¿A tu alrededor la gente crece?» Esa es la medida de que tus relaciones son significativas.

Esta es una sola de mis reflexiones sobre el Taller, no quiero contar más para no hacer «spoiler», pero hay mucho más, básicamente una experiencia que te enfrenta a la parte de «status quo» que tienes interiorizada, un espejo en el que mirarte y mejorar, un juego con el que te diviertes y a la vez te conmueves.

Hemos cambiado la comunicación por el intercambio de palabras. Hemos asumido que las relaciones no deben tocar temas incómodos. Olvidamos que se puede crecer en sacrificio y en humildad, pactamos en relaciones de mínimos para no ir al límite. Todo esto he visto dentro de mi y también fuera.

Al tratarse de una metodología teatral trabajamos básicamente con el cuerpo, el movimiento, el contacto físico, la voz y otros elementos corporales. Sin embargo, no hace falta ser actor o actriz para hacer este curso, porque la dramatización es un recurso que sólo usamos en contadas ocasiones. Si te ha gustado, no dudes en apuntarte a la próxima edición.

Por cierto, gracias @islomar por animarme a escribir este post.

«V» de verano

El verano es corto en casi todas partes, excepto en Sevilla. Desde que me mudé a vivir a esta sierra mesetaria me parece que tarda demasiado en llegar y se va deprisa. Le pasa a todos los bienes preciados, por naturaleza son escasos. En estos días, los paisanos empiezan a decir «nos quedan dos semanas de verano», por tocarte las narices y porque todos sabemos que a mediados de septiembre cambia el aire y tienes que guardar las chancletas y los tirantes.

Vacaciones. Otra palabra que empieza por «v» de verano. Desde pequeños le cogemos cariño a una estación, que a diferencia de las otras, está repleta de días y cada día lleno de horas. Un montón de tiempo para jugar, vamos. La diferencia entre los niños y los adultos es el precio de sus juguetes, ya se sabe. Y qué mejor momento para desempolvar los juguetes que las vacaciones.

Vale que en este país todos nos cogemos las vacaciones a la vez, que hay un mes en el que todo se para (todo, en este caso, se refiere a las oficinas, porque los chiringuitos y las huertas están a tope). Vale que deberíamos llevar una vida super gratificante que no nos exigiera un tiempo de desconexión. Vale que el verano es un negocio, como lo es la Navidad y que nuestra vida está más regida por las modas que por las estaciones. Aún así el verano mola, no me lo podéis negar.

Poder bañarte en el mar, en un río o en un pantano. Viajar. Pasear en bicicleta. Tener más tiempo para los amigos y la familia. Cine de verano (con palomitas, gracias). Escalada. Conciertos. Fiestas. Comilonas. Ninguna de estas actividades es exclusiva de los días de sol, pero en esta época nos quedan mucho más a mano.

Tiempo de ocio que muchas veces convertimos en experiencias lúdicas, de disfrute, de juego. Que exista un periodo así en el año está bien para que descansemos, pero, sobre todo, es fundamental para que recuperemos el sentido lúdico de la vida, porque si conocemos la experiencia de disfrute podemos buscarla y replicarla en otros aspectos de nuestra vida. El ocio, a través de la experiencia lúdica, nos enseña a disfrutar y eso lo podemos aplicar a cualquier actividad que no sea de ocio (exacto, incluso el trabajo o las tareas domésticas).

Para mí, la capacidad de disfrutar está muy relacionada con algunas otras, como la capacidad de concentrarnos en lo que estamos haciendo y la capacidad de sorpresa (hacer las cosas como si fuera la primera vez). Al final, siempre vuelvo a lo mismo, la importancia de estar presentes.

Desde hace unos años cumplo algunos rituales de verano. Uno es quemar mi papelito la noche de San Juan, una tradición que nos obliga a pensar qué cosas nos gustaría hacer desaparecer de nuestras vidas, apuntarlo en un papel y arrojarlo al fuego purificador.

El segundo ritual que cumplo al menos una vez durante esta estación es más personal: es de noche y estoy volviendo sola en mi coche. Puede que venga de bañarme en el pantano, o que pasé la tarde en la playa y me dieron las tantas, o que venga de una cena con amigos. Conduzco tranquilamente por alguna carretera secundaria con la ventanilla bajada porque hace calor, fuera se escuchan las ranas o los grillos y en el reproductor de mi coche suena una vieja canción de cuna interpretada por la voz áspera y tierna de Janis Joplin.

One of these mornings you’re gonna rise up singing
And you’ll spread your wings and you’ll take to the sky

En ese momento, da igual que venga de ver las estrellas fugaces o que acaben de romperme el corazón, el verano me trae al presente, no hay ni un detalle que me pase desapercibido. En ese momento siempre consigo ser feliz.

Y como en verano siempre hacemos planes, yo me he propuesto entrenar justo eso durante los próximos meses: la capacidad de disfrutar y divertirme con todo lo que me toca hacer.

Habrá que aprovechar lo que nos queda, dormir bajo las estrellas, hacer esa ruta de la que tenemos tantas ganas, coger más la bici o lo que a cada cual le apetezca, porque aún nos quedan dos semanas 😉

 

 

Estruja el momento

No me hace falta llegar a ser una viejecita moribunda para saber cuál es la lección más importante que he aprendido en la vida.

Aunque me encante disertar sobre el secreto de la felicidad y el sentido de la vida (más como un ejercicio de gimnasia mental, como una forma de asomarme a la visión que los demás tienen del mundo) conozco cuál es la clave para no pasar por este mundo sin pena ni gloria.

Y lo mejor de todo es que tú también lo sabes, aunque a veces se te olvide.

El secreto de nuestra felicidad no es otro que centrarnos en este momento y sacarle todo su jugo.

No me refiero a aquella idea tan sesentera de ir al límite de las posibilidades, forzar los ritmos o vivir a lo loco. Al final esto nos lleva a la idea kamikaze de «morir joven para dejar un bonito cadáver», algo que hace un flaco favor a nuestro potencial y al regalo de estar vivos.

Más bien hablo de tomar conciencia de este momento, el que nunca más volverá a ocurrir, ese que se nos está escapando entre los dedos mientras andamos preocupados por el futuro o lamiendo nuestras heridas del pasado.

Existen para mí dos referencias bibliográficas imprescindibles sobre este tema:

Así que no se trata de tomar grandes decisiones que cambien el rumbo de nuestras vidas, estas llegarán cuando tengan que llegar y, en ese momento, estaremos preparados para afrontarlas porque no estamos agotados por el ejercicio mental de preocuparnos, agobiarnos, añorar o proyectar cómo nos gustaría que fuera nuestra realidad.

Muchas tradiciones y espiritualidades han hablado de ello a lo largo de los siglos, no es ninguna novedad. La meditación budista y taoísta no pretende otra cosa que ejercitar nuestra atención en el presente y desarrollar nuestra conciencia, es decir, para que seamos capaces de darnos cuenta de en qué momento nos hemos distraído con el pasado o con el futuro.

En la tradición alquímica también se ha trabajado sobre este concepto: todo lo que necesitamos está aquí y ahora, lo que a veces falta es nuestra capacidad para darnos cuenta. El resto de acontecimientos no es más que el velo de la realidad, el devenir continuo que expresa el arcano «la rueda de la fortuna«, el Samsara o mundo de las manifestaciones según los budistas (el Karma). Nuestras idas y venidas, la fortuna o la desdicha, no son más que manifestaciones, lo esencial es nuestra capacidad de mantener la atención sobre los que hacemos, lo que nos está ocurriendo, ya sea una actividad o una conversación con otra persona, sólo seremos capaces de estar vivos si no nos fugamos a otro momento o a otro contexto.

Estar presentes, más allá de las preocupaciones y distracciones, no es una actitud, sino una cuestión de atención. Aunque parezca un pensamiento demasiado simple, no necesitamos más para vivir. En este momento que estás viviendo justo ahora está encerrada la posibilidad de ser felices, sólo tienes que concentrarte y aceptarlo con todo lo que te trae, lo bueno y lo malo, pues él es la semilla de todo lo que está por venir.

Os dejo un presente en forma de vídeo, a mí me despierta la sensación de intensidad de cada momento, espero que os traiga de vuelta a la dicha de estar vivos.

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